sábado, 16 de agosto de 2008

Adiós, Norberto

El tipo era irascible, impaciente y chinchudo. El tipo lo quería todo para ayer y obraba en consecuencia. El tipo era famoso por su malhumor tonante, por su buen humor expansivo y por su inteligencia aguda, que escudriñaba en los rincones en los que otros no se atrevían. Pero el tipo también era dueño de una sensibilidad exquisita, de una generosidad enorme- que desplegaba sin estridencias- y de un genuino interés por aquellos que lo rodeaban.
Con Norberto Lischinsky se va una porción importante de lo que Corrientes alguna vez hubiese podido llegar a ser de existir más gente como él, esos hombres grandes que se destacan por entre sus pares a punta de empuje y talento. Porque siempre apostó al talento, a lograrlo y conservarlo, tanto al propio como al ajeno. Esa condición de mecenas sin chapa fue la que desplegó al frente de su gestión en la Subsecretaría de Cultura durante cuatro años, una dependencia pública que siempre se destacó en el mapa institucional por ser un pozo de nulidad cuya conducción le era encargada a artistas nraangá afines al poder político de turno o malos administradores castigados de los puestos de decisión en serio o las dos cosas juntas. Como subsecretario, Norberto se encargó de rodearse de un equipo de personas que él consideraba sinceramente que eran las mejores en lo suyo, sin discriminación de signo político o de árbol genealógico. Defendió a capa y espada a su gente de los vicios perpetuos de la administración pública, esa colección de trabas estatuidas que condena a no hacer o hacer a medias, y se convirtió en una especie de búnker en el que nos refugiábamos de esa máquina de impedir. Motorizó una estructura devastada y la transformó en una máquina aceitada.
La ingratitud y los tejemanejes políticos, esos acendrados tumores que gozan de tan buena salud en nuestra provincia, lo fueron de la Subsecretaría, a la que él amaba y que consideraba como su logro más grande (pese a que su vida estuvo jalonada de éxitos) y que pensó como un trabajo destinado a trascenderlo; entre tantos buscavidas y trapaceros variopintos, Norberto pensó a largo plazo. Podría decir, cayendo en uno de esos lugares comunes que él tanto odiaba, que no es justo, que era un buen tipo, podría pensar en una larga lista de gente inservible y dañina que se merece ese final prematuro, absurdo, en la plenitud de las ganas y de la capacidad, podría discutirle a la vida tanta muerte empobrecedora, pero las cosas no funcionan así, tienen una dinámica que ninguno de nosotros entiende más que en fragmentos, que por algo somos humanos, finitos y limitados.
Todos los que lo conocimos guardamos recuerdos entrañables, imágenes que ya son parte de nuestra película biográfica: el bigote recortado con regla, el pelo tirante, la risa en el momento menos pensado, el enojo y el abrazo y el consuelo y el aliento siempre a mano... y los colores de San Lorenzo- su impenitente obsesión-, pegados por todos lados, en el celular y en el termo, en su individual y donde fuera. Este es un día feo, triste, gris, horrible. Este es un día en el que uno tiene ganas de pensar que este lugar caníbal se cobró una nueva presa, que el libreto de la existencia está mal escrito, que estamos perpetuamente de remate y destinados a pasar entre penas y sin gloria.
Pero no me voy a dejar ganar, no esta vez. Norberto era un hombre de letras, y por lo tanto tenía esos callos que el prolongado uso de la imaginación deja en la mente, así que me va a perdonar (aunque fingiría un gesto desaprobatorio) que lo imagine acá, una vez más, pegándome en el brazo como hacía cada vez que estaba contento y diciendo “¿Cómo andás, tigre?”, con esa tonada medio porteña, medio provinciana, medio del mundo y todo Lischinsky. Y también me va a perdonar que lo llore un poquito, apenas lo suficiente para que no termine reprendiéndome con un “pero no seas maricón, Toledo”.
Hasta siempre, ruso. Se te va a extrañar.
Nicolás Toledo

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